
El lenguaje secreto de los cetáceos
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¿Qué es el sonido? Es una vibración, una onda mecánica que se propaga por un medio como el aire o el agua, capaz de estimular nuestro sistema auditivo. Es una conexión invisible que activa nuestro sentido y nos une al mundo que nos rodea.
Autora y fotos: Ana Bozzano

Aunque el oído humano solo percibe una franja de frecuencias —entre 20 y 20.000 hercios—, más allá de este rango existe un universo acústico lleno de infrasonidos y ultrasonidos que, aunque inalcanzables para nosotros, representan un paisaje sonoro donde la vida se expresa, se comunica y se conecta.
Y es precisamente en el océano, que solemos imaginar como un entorno silencioso, donde la comunicación acústica alcanza su máxima expresión. El agua, más densa que el aire, permite que el sonido viaje cuatro veces más rápido: 1.500 m/s, frente a 340 m/s. En el mar, la comunicación acústica es esencial para muchas especies: les permite orientarse, cazar, reproducirse, interactuar y mantener vínculos sociales.
Si el sonido guía la vida marina, quizá también pueda restaurarla.
Entre los principales protagonistas de este paisaje marino están los cetáceos: ballenas, delfines, orcas y cachalotes, ninguno de ellos con cuerdas vocales. Los misticetos (ballenas barbadas) emiten sonidos de baja frecuencia mediante su enorme laringe. Los odontocetos (ballenas dentadas como delfines, orcas y cachalotes) lo hacen con unos labios fónicos bajo el espiráculo. En delfines y orcas, el sonido se propaga por el melón, un órgano lleno de grasa localizado en la frente que actúa como lente acústica. En cachalotes, se amplifica a través del espermaceti, una estructura cerosa que ocupa la mayor parte de la cabeza y enfoca el sonido hacia un saco frontal desde donde se emite.

El cachalote produce el sonido más potente del reino animal: chasquidos de hasta 240 decibelios, casi el doble del umbral de tolerancia humana. Estos clicks varían según su función: al cazar, emite dos por segundo; al encontrar una presa, cambia a una secuencia rápida llamada “tren”. Para socializar, organiza los clicks en “codas”; algunas identifican a un individuo y otras a su familia o clan, lo que sugiere un lenguaje cultural.
Estos hallazgos llevaron a la creación del proyecto CETI (Cetacean Translation Initiative), liderado desde Harvard. Un equipo de biólogos, lingüistas e ingenieros en IA analiza miles de horas de vocalizaciones usando aprendizaje automático. Ya se ha creado un “alfabeto fonético” para clasificar los codas. Su distribución sigue la ley de Zipf, presente en el lenguaje humano, donde pocas palabras se usan mucho y muchas poco. Este hallazgo indica que los cachalotes podrían tener un lenguaje estructurado. El objetivo a largo plazo es desarrollar una forma de comunicación entre humanos y cetáceos.
Delfines y orcas también tienen repertorios complejos. Cada uno emite un silbido único, su “firma sonora”, para identificarse. Además, usan clicks de alta frecuencia (hasta 150 kHz) para ecolocalizar y orientarse.

Las ballenas emiten sonidos breves (menos de un segundo) de menos de 200 Hz para interacciones sociales. Otros, llamados moans, de entre 20 y 200 Hz, pueden durar hasta 30 segundos y se usan para comunicación a larga distancia. Pero los más conocidos son los cantos, producidos por machos de jorobadas, ballena azul, rorcual, ballena franca y boreal durante el apareamiento. Estos cantos, a menudo por debajo de los 20 Hz, pueden durar horas y tienen estructura jerárquica: unidades, frases, temas y canciones completas. Las jorobadas son las más famosas por sus cantos melódicos que siguen la ley de Zipf y se transmiten culturalmente. En Australia, un grupo de jorobadas adoptó una nueva melodía en dos años, desplazando la anterior en una revolución cultural marina. En Brasil, un cambio abrupto en los cantos mostró que esta especie puede adoptar nuevos estilos musicales y propagarlos socialmente.
Un estudio realizado en Mallorca mostró que reducir la velocidad de los barcos en solo 2 nudos disminuye el ruido submarino en un 50 %.
Esa capacidad de comunicación a largas distancias es posible gracias al canal SOFAR (Sound Fixing and Ranging Channel), una capa del océano situada entre los 600 y 1.200 metros de profundidad en latitudes medias, y más cerca de la superficie en zonas polares. La combinación de temperatura y presión crea un canal entre aguas que actúa como tubo acústico: el sonido rebota dentro sin disiparse, viajando grandes distancias con poca pérdida de energía. Gracias a este fenómeno, las ballenas pueden comunicarse a miles de kilómetros, usando el océano como una red global, una especie de “internet marino”.

Fuente: Imagen de Jacovich y Rogers, 2024. BASSA. New software tool reveals hidden details in visualisation of the low frequency animal sounds. Ecology and Evolution, 03/07/2024.
Este paisaje sonoro está amenazado. Las actividades humanas —embarcaciones, sonares, perforaciones— generan contaminación acústica que interfiere en la comunicación de los cetáceos. Un estudio realizado en Mallorca mostró que reducir la velocidad de los barcos en solo 2 nudos disminuye el ruido submarino en un 50%. A esto se suma la acidificación de los océanos, que altera la química del agua, permitiendo que el sonido viaje más lejos y amplificando el caos acústico.



Fuente: Imágenes del Instituto Universitario de Investigaciones Marinas (INMAR) de la Universidad de Cádiz.

Fuente: Imágenes del Instituto Universitario de Investigaciones Marinas (INMAR) de la Universidad de Cádiz.
El sonido también puede regenerar ecosistemas marinos. En 2024, en un experimento en las Islas Vírgenes, se reprodujeron grabaciones de un arrecife saludable en otro dañado. El resultado: llegaron siete veces más larvas de coral y peces. Aunque las larvas de coral no tienen oídos, son capaces de percibir vibraciones mediante cilios y se sienten atraídas por sonidos de ecosistemas activos. Esto abre nuevas técnicas de restauración acústica: si el sonido guía la vida marina, quizá también pueda restaurarla.
El océano no es silencioso, sino un entorno lleno de voces: los cantos de ballenas, los silbidos de delfines y muchos más sonidos producidos por peces y crustáceos. Proteger este paisaje sonoro es más que un deber científico: es un acto de respeto hacia un lenguaje ancestral, forjado durante millones de años.
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